7 ago 2019

Las varas de nardo acaban de llegar a mi florista

Llevaba días rondando con insistencia a mi florista habitual para preguntarle si habían llegado las varas de nardo, ahora que es tiempo. Me repetía que debían estar al caer y ayer, finalmente, comparecieron. Salí de la tienda enarbolando mi vara como si fuese un trofeo, un trofeo de la cultura de uso cotidiano y a la vez extraordinario de las pequeñas cosas. Se trata de una de las flores más exquisitas y fragantes del repertorio anual. No es preciso nada más que una de estas varas para ungir la mesa de trabajo en casa con un aire más fino, la pasión de un perfume, la vibración de una presencia, el leve misterio y la humilde joya de una flor. Amar las flores predispone a participar un poco del secreto de la belleza. Mi camino de iniciación a la lírica de les flores se produjo tiempo atrás en el Keukenhof, el parque floral más extenso de Europa, entre Amsterdam
y La Haya, donde un millón de devotos desfilan cada año en primavera para presenciar uno de los grandes espectáculos del mundo: el florecer de siete millones de bulbos de tulipanes, jacintos y narcisos, plantados cada año de forma diferente a lo largo de 32 hectáreas. El golpe de sangre de las liliáceas en el instante de plenitud, la eclosión de colores en el momento más tierno provoca, lo he comprobado, una auténtica iluminación de fe en la poesía de las flores.
La jardinería --la botánica urbanizada— es uno de los indicadores sutiles del grado de civilización. Los holandeses han convertido las flores en una demostración de fuerza, un despliegue de cultura, otra exhibición de su dominio de la naturaleza.
Los ingleses se aferran a la apoteosis floral del Chelsea Flower Show, a finales de mayo. Los franceses van a la zaga con el festival internacional de jardines de Chaumont-sur-Loire, en la región de los castillos del Loira. Aquí tenemos el Girona Temps de Flors o bien, en Barcelona, el rosedal del Parc Cervantes en lo alto de la Diagonal, aunque se hable menos.
Yo compro cada verano una vara de nardo al florista del barrio, la coloco en el búcaro que espera en casa y, por un instante, tengo la sensación de que a su alrededor doy la vuelta a un mundo.

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