Las seis letras de la palabra “Italia” me despiertan un vivo sentimiento amoroso. Soy italianófilo de primera hora, quiero intensamente aquel país, le dedico con regularidad viajes entusiastas y he escrito algunos libros sobre él. Sin embargo en el terreno político Italia ha sido y es un desastre del que ni los italianos ni nosotros todavía hemos sacado las lecciones más elementales para enderezar el futuro. Quedará demostrado de nuevo con les elecciones legislativas italianas del próximo domingo, cuyo esperado resultado difícilmente
cambiará nada. Durante mi juventud Italia era considerada un “laboratorio político” que los aprendices de demócratas corríamos a estudiar y a respirar. Hoy admitimos que el principal balance político italiano sigue siendo la desencantada frase lampedusiana “Es preciso que todo cambie para que todo siga igual”. Constituye un balance tristísimo. La inestabilidad, la corrupción, la desigualdad social y territorial presiden la gobernanza de un país que representa la octava economía industrial del mundo y la segunda manufacturera de Europa, un país que representa sobre todo la matriz de nuestra cultura latina. La lección crucial que aun no hemos aprendido es que sin una moralización real de la vida pública y la privada no hay salida posible de la crisis.
En Europa las grandes corrientes de pensamiento y de poder siempre han oscilado entre del Mediterráneo y el norte. La reforma luterana fue de algún modo una negativa germánica a subirse al carro del brillante Renacimiento de inspiración grecolatina surgido en Italia. En la época contemporánea, durante toda la guerra fría el único país con democracia parlamentaria del arc mediterráneo fue Italia, si hacemos abstracción por un instante de la porción mediterránea de Francia. Eso no ha impedido la crisis, la fragmentación y el desprestigio de los partidos democráticos italianos. Entre 1946 y 1992 Italia tuvo 48 gobiernos distintos y siempre mandó la Democracia Cristiana, de virtudes poco cristianas, mientras el poderoso PCI administraba una buena parte de los organismos regionales y municipales como un escaparate de su capacidad de gestión.
cambiará nada. Durante mi juventud Italia era considerada un “laboratorio político” que los aprendices de demócratas corríamos a estudiar y a respirar. Hoy admitimos que el principal balance político italiano sigue siendo la desencantada frase lampedusiana “Es preciso que todo cambie para que todo siga igual”. Constituye un balance tristísimo. La inestabilidad, la corrupción, la desigualdad social y territorial presiden la gobernanza de un país que representa la octava economía industrial del mundo y la segunda manufacturera de Europa, un país que representa sobre todo la matriz de nuestra cultura latina. La lección crucial que aun no hemos aprendido es que sin una moralización real de la vida pública y la privada no hay salida posible de la crisis.
En Europa las grandes corrientes de pensamiento y de poder siempre han oscilado entre del Mediterráneo y el norte. La reforma luterana fue de algún modo una negativa germánica a subirse al carro del brillante Renacimiento de inspiración grecolatina surgido en Italia. En la época contemporánea, durante toda la guerra fría el único país con democracia parlamentaria del arc mediterráneo fue Italia, si hacemos abstracción por un instante de la porción mediterránea de Francia. Eso no ha impedido la crisis, la fragmentación y el desprestigio de los partidos democráticos italianos. Entre 1946 y 1992 Italia tuvo 48 gobiernos distintos y siempre mandó la Democracia Cristiana, de virtudes poco cristianas, mientras el poderoso PCI administraba una buena parte de los organismos regionales y municipales como un escaparate de su capacidad de gestión.
La llegada de los socialistas de Bettino Craxi al poder favoreció directamente el nacimiento del imperio mediático y luego político de Silvio Berlusconi. Bettino Craxi acabó autoexiliado en Túnez para no responder ante la justicia, ante el barrido higiénico del movimiento de jueces Manos Limpias que significó la desaparición de todos los grandes partidos, sometidos a un cambio cosmético de siglas. La esforzada limpieza judicial no sirvió de nada duradero. Incluso los comunistas del PCI alcanzaron el gobierno con Massimo d’Alema, pero el único legado que quedó fue la frase lanzada por el realizador Nani Moretti al presidente del gobierno: “Massimo, ma di qualcosa di sinistra!”. Hoy la moralización de los usos de la vida pública y la privada sigue siendo el cambio pendiente más determinante, sin el que todo lo demás se convierte, comprobadamente, en la talentosa comedia dell’arte de siempre, más concretamente en el asentado “arte d’arrangiarsi” o espabilarse cada uno por su cuenta sin resolver nada.
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