Ayer asistí al funeral de un amigo que murió de aburrimiento. No padecía ningún cáncer, cardiopatía ni dolencia médicamente tipificada más que la presión sobresaturada del aburrimiento que le hipotecaba la energía. Estaba aburrido por la fuerza de circunstancias reales que aceptaba con deportividad y un humor lúcido inatacable, sin amargura ni martirio. Lo hablamos en repetidas ocasiones, dentro de la dificultad propia de penetrar en ese estado íntimo. Me aseguraba que el aburrimiento consistía sobre todo en la incapacidad no deseada de interactuar con los demás, ya fuese por ausencia de las personas que le interesaban o por el interés relativo de las que tenia esporádicamente al alcance. La pérdida del puesto de trabajo le había
dejado sin la ocupación habitual del tiempo y las alternativas soportables por su presupuesto le resultaban poco atractivas. Su mujer ya no estaba, los hijos llevaban afortunadamente su vida, el goteo cotidiano reservaba pocas sorpresas condimentadas con un mínimo de vivacidad, de mordiente, de estímulo, de ilusión comparable a lo vivido hasta entonces.
dejado sin la ocupación habitual del tiempo y las alternativas soportables por su presupuesto le resultaban poco atractivas. Su mujer ya no estaba, los hijos llevaban afortunadamente su vida, el goteo cotidiano reservaba pocas sorpresas condimentadas con un mínimo de vivacidad, de mordiente, de estímulo, de ilusión comparable a lo vivido hasta entonces.
La vida privada se había convertido en privada de demasiadas cosas, en especial las inmateriales. No vivía de espaldas al contacto con la realidad, pero creía recibir de ella cada vez menos rebotes. Pasarlo bien en soledad le parecía plausible, aunque tedioso. La carencia involuntaria del mínimo grano de sal de la pasión, del mínimo azufre de la exaltación vital compartida, se le antojaba un austericidio. Me repetía que podía vivir con poco, pero lo importante era con quién. La incapacidad de resignarse a la indiferencia le causaba un desasosiego interior frenético, callado y educadamente sonriente pero insufrible.
Yo intentaba rebatírselo y persuadirle de que el simple hecho de sobrevivir era el premio, sin necesidad de hacer balances vitales cada día ni alcanzar ninguna exigente cumbre de nada. Algunos días me sublevaba contra su actitud y le soltaba que quien desee una mano que le ayude debe buscarla al final de su propio brazo, que tenemos que aprender a gravitar más sobre nosotros mismos sin depender excesivamente de los otros, que cualquier abogado penalista sabe por experiencia que la maldad humana existe y que los malhechores son personas como las demás, que el amor-pasión es la última utopía a propósito de la tierra prometida, el equivalente laico del mito de la salvación, un sueño evasivo, una pulsión deslumbrada.
Generalmente me contenía y le argumentaba, mientras dábamos algún paseo, montábamos una comida o una salida elegida de mutuo acuerdo, que el sol sale casi cada mañana y no hay invierno que no retoñe, que lo importante no es aquello que nos ocurre sino cómo se lo toma cada uno, que todos podemos estimular la motivación y reeducar la voluntad, que la contrariedad, los conflictos y el azar forman parte de la normalidad del curso de las cosas y no siempre se puede conservar lo adquirido, que las crisis son capaces de entrañar descubrimientos y se deben saber encajar, que los placeres más intensos pueden ser los más simples, que todos huimos de la sombra temerosa de nosotros mismos en algún momento y alguna medida, que nuestro estilo de vida debe asemejarse más a Federico Fellini que a Ingmar Bergman por razones culturales, que él no era el único que dormía en la cama de matrimonio en diagonal, que la inteligencia y la claridad mental facilitan los procesos de regulación emocional, que ya sabemos que todo acaba mal y estamos programados para la obsolescencia, que siempre hemos tenido un derecho a decidir sobre nuestras vidas muy relativo frente al derecho preeminente a subsistir, y que solo el perdón cura las heridas.
La última vez que tomamos café le insistí en que es inútil perseguir con tenacidad ansiosa una explicación racional a las rachas de la vida, que la rueda de la fortuna gira por naturaleza y no es necesario convertir un cambio de suerte en un cambio de carácter, que debemos aprender a gestionar las emociones de forma más tranquila, que la sombra interior de la tristeza también es algo natural y la vida no actúa siempre como un aspersor de alegría ni un delicado arpegio de armonías, que la sensación de felicidad la modela la destreza de cada uno como si fuese de plastilina, que la seducción es un arte de regateo y misterio, que la edad nos enseña a discernir y valorar un conjunto más amplio de cosas, que las capacidades atléticas no siempre sirven en la vida ordinaria, que la esencia de la vida es saber ser feliz con lo que se tiene, disfrutar de la infinidad de cosas minúsculas, asumir el riesgo de pequeñas iniciativas cotidianas y compensar el alejamiento de la esfera pública con una nueva dedicación a los placeres autogestionarios, tal como nos veía hacer a la mayoría de sus amigos de la misma edad.
Sin embargo mi discurso no pesaba más que el suyo y las razones del amigo también eran comprensibles. Eso no se lo dije, pero comprobé que se puede morir de aburrimiento de forma digna y justificada.
0 comentarios:
Publicar un comentario