Ayer fui con un grupo de amigos a recorrer el Priorato, recibidos afectuosamente por Carles Pastrana y Mariona Jarque en su bodega Clos de l’Obac, de Gratallops. Comprobé de nuevo que el éxito mundial del vino del Priorato, fruto de cuatro jóvenes enólogos que apostaron por la calidad y la cotización internacional, tiene una cara más ingrata: su precio prohibitivo. El vino de esta tierra pizarrosa, dura y despoblada, se ha convertido en la nueva gallina de los huevos de oro, de huevos de Fabergé. El universo del vino, colocado en la tensión dialéctica del mercado, no es solamente una cuestión sensorial. El Priorato reúne a 23 municipios, apenas 9.600 habitantes y casi más bodegas que residentes. Solo en Porrera, “el pueblo de Lluís Llach”,
trabajan 17 bodegas de la Denominación de Origen Priorat y ocho casas rurales (la bodega Vall Llach de Porrera facturó 1,2 millones de euros el 2012, un 10% más que el año anterior, con una producción de 120.000 botellas, exportadas en un 85%).
trabajan 17 bodegas de la Denominación de Origen Priorat y ocho casas rurales (la bodega Vall Llach de Porrera facturó 1,2 millones de euros el 2012, un 10% más que el año anterior, con una producción de 120.000 botellas, exportadas en un 85%).
Los monjes cartujanos d’Escaladei eran los amos de la comarca. El siglo XII trajeron de la Provenza las técnicas de la viticultura heroica en los bancales abruptos y las injertaron como si acariciaran las teclas del órgano mayor para acompañar una antífona gregoriana, con vitalidad expresiva y exigencia técnica. La especialidad echó raíces. Los bancales mostraron una elevada y maleable capacidad de transformación. Luego fueron languideciendo, igual como los monjes cartujanos, al compás de rumba lenta del tiempo.
De la desolación de la comarca despoblada de gente joven, abandonada por el Dios de Israel aunque no del todo por los dioses menores ni el sacramento del vino, ahora salen los más cotizados gracias a cuatro jóvenes apasionados que acertaron el retruco de la jugada, en un ejercicio de imaginación creadora capaz de inventar una realidad superior: pagar bien la uva a los agricultores, vinificar con técnicas actualizadas y poner por las nubes el precio de las nuevas botellas, destinadas a quienes les encanta pagar el vino más caro por el valor añadido de la exclusividad.
Uno de los vinos míticos del Priorato es el llamado Ermita. Cada botella cuesta 980 euros (cosecha 2010) y están todas vendidas antes de empezar a comercializarlas. No lo he probado ni tengo previsto hacerlo, pero lo amo en particular porque lleva el nombre de la ermita de la Virgen de la Consolación, la cual ofrece –gratis— desde una loma del término de Gratallops uno de los mejores panoramas del Priorato, a resguardo de les severos riscos del macizo del Montsant, neblinosos y azulados, que actúan como trémulo telón pintado de la comarca.
La ermita es un observatorio perfecto del protagonismo de la pizarra, el suelo pizarroso que imprime carácter a estos vinos, entre otros motivos porque la desintegración de la piedra genera una graba que preserva de la erosión, mantiene la humedad en periodos de sequía y drena el agua cuando llueve. Estas viejas cepas tienen la experiencia y elegancia de quienes aman la vida con lucidez y fuerza, como si se tratase una batalla táctica, física y anímica a la vez. Cada uno es fruto de lo que vive y lo que sueña.
El camino de tierra que lleva hasta la ermita está flanqueado por las viñas viejas más caras del país, cepas de pie alto que elevan a los sarmientos a lo largo de una cruz de dos brazos de madera para poderlos emparrar a dos y tres hilos (la vendimia se realiza a mano, obviamente). Son propiedad de Álvaro Palacios, uno de aquellos jóvenes apasionados que en 1988 abandonó la tradición familiar en La Rioja para lanzar de cero la aventura personal en el Priorato, secundado por René Barbier (otro hijo del sector con ganas de independizarse), el tarraconense Carles Pastrana y el enólogo de la comarca Josep Lluís Pérez, futuro asociado de Lluís Llach. Recuperaron viñas viejas, pero también introdujeron variedades francesas como la cabernet-sauvignon, el merlot y la syrah (ahora están volviendo a la garnacha y la cariñena autóctonas)
Los vinos catalanes más valorados en todo el mundo salen de una vieja comarca de largos silencios, con una renovada predisposición biológica a clímaxs internos de voluptuosa lentitud. En lo alto de la ermita de la Virgen de la Consolación --abierta al panorama casi carnal de Gratallops, Porrera, Torroja, la Vilella Baixa y Escaladei-- he acariciado con ternura las cepas de un vino de 980 euros la botella, rodeado de un paisaje solo en apariencia inmutable.
Acariciar las cepas del mejor vino en compañía de mis amigos, guiado secretamente por aquellos vivaces dioses menores, me ha parecido un placer altamente suficiente, difícilmente olvidable.
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