20 jul 2015

Ayer homenajeamos, a pie, la grandeza espontánea de los caminos de ronda

Soy un ferviente adepto invernal de los caminos de ronda de la Costa Brava, grandiosos en su espontaneidad asomada a la gloria del paisaje de marina, su atmosfera ingrávida y arcaica para vivir durante un rato el sueño de la vida libre. Serpentean las sinuosidades del litoral con antiguas funciones de vigilancia y comunicación (o contrabando), convertidos hoy en auténticas joyas del patrimonio natural por la belleza paisajística que brindan a orillas del mar, como sabrosas, humildes y afortunadas migajas caídas de la mesa del festín urbanístico circundante. Llevo décadas recorriéndolos con una emoción creciente y un ritmo de paso decreciente, sin nada de nostalgia de los tiempos acelerados.  Pese al calor canicular y al bosque reseco
(no llueve desde mayo), ayer domingo no quise dejar de apuntarme, impelido por aquella vieja ilusión, a la excursión que convocaba la revista Gavarres a lo largo del camino de ronda entre el faro palafrugellense de Sant Sebastià y la playa de Tamariu, guiada por el arqueólogo Xavier Rocas y el geólogo Carles Roqué.
Para mi era como una celebración colectiva de lo que he recorrido en solitario otras veces, no sin dificultades en algunos tramos abandonados a la degradación o la privatización. La excursión de ayer representaba una procesión expiatoria y jubilante, en la que eché de menos al amigo Josep Granés y otros del lugar, que durante largos años ha batallado desde la Asociación de Amigos de la UNESCO palafrugellense a favor de la reapertura y el mantenimiento de estos itinerarios costeros. Sin su labor tenaz algunos tramos que ayer recorrimos todavía serían impracticables. 
La cuesta del camino de ronda a la altura de la cala d’en Roig fue reparada en 2013 gracias a una aportación económica privada. Los caminos de ronda de la franja marítimo-terrestre son jurisdicción del servicio de Costas del ministerio de Medio Ambiente, lo que provoca a menudo que se pasen la pelota con los ayuntamientos implicados o con los propietarios privados de la segunda franja inmediata. 
Salimos a les 9 de la mañana de la explanada del faro de Sant Sebastià, del poblado ibero excavado en lo alto del cerro. La cala d’en Roqué, la cala Pedrosa, la Perica, la Musclera, la cala de Gents o del Cau (sobre la cual el banquito de madera de la foto adjunta incluye en su respaldo un buzón de color azul con cuaderno en el interior para anotar las exclamaciones que se deseen) y el escarpado Puig d’en Gervasi suelen ser contemplados desde el mar por las embarcaciones de recreo que se acercan para el baño los días de verano, suponiendo que se fijen en el paisaje. Recorrerlas por tierra, a pie, ofrecía ayer una visión más personal, más trabajada y por eso más gratificante. 
Bajo el Puig d’en Gervasi tuve un pensamiento devoto hacia la Historia de Gervasi que relataba Josep Pla, publicada primero como narración y luego integrada en El cuaderno gris, referida al tabernero de la Plaça Nova de Palafrugell que abandonó el negocio para retirarse a una barraca de viña en este punto del litoral, dedicarse a contemplar el paisaje y a soplar el caracol de mar al alba, a mediodía y al atardecer: “Los primeros días la gente creyó que aquel toque del cuerno era una pura broma (...) La gente, hoy, ya no sabría prescindir del cuerno de Gervasi; sus mugidos forman parte del ritmo de la tierra, y el día en que el caracol se apague y Gervasi se muera, todos encontrarán que, a aquella soledad, algo le falta”. 
Llevaba toda la razón. Ayer lo eché en falta.

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