La alcachofa es exactamente una flor, la mejor flor del invierno. Comer en pleno frío invernal el corazón tierno de una flor carnosa como esta procura un placer sin comparación, tocado por el apetitoso regusto ácido y amargo que la caracteriza. El tesoro de la alcachofa es su núcleo interno, envuelto por la cota de malla de las hojas fibrosas, el receptáculo de los pétalos, sus escamas. Pablo Neruda escribió una “Oda a la alcachofa” que comienza diciendo: “La alcachofa, de tierno corazón, se vistió de guerrero…”. Las exquisiteces de esta flor son infinitas: en la sopa de menestra, en el arroz, en la tortilla, al horno, a la brasa, laminadas y fritas, rebozadas con harina y huevo, estofadas con bacalao, hervidas y mojadas
hoja a hoja en una vinagreta, con múltiples rellenos (de langostinos, de habas y mollejas, de foie-gras, de crestas de gallo y riñón de cordero) o bien como las preparan tradicionalmente en Roma, rellenadas con una pasta triturada de aceite, ajo, menta, perejil y pan rayado, antes de freírlas cabeza abajo.
La infusión de hoja de alcarchofa se recomendaba antiguamente para el buen funcionamiento biliar, hepático y renal. Existe un licor alcohólico que adopta el nombre latino de la especie botánica, Cynara scolymus.
Son altamente digestivas, diuréticas, prebióticas, energéticas, ricas en fibra y algunos aseguran que afrodisíacas. La temporada se alarga de noviembre a marzo. Se dividen en capces (las más gordas y redondas de la cima de la mata) y filloles (más puntiagudas, crecidas en las ramas). Al comprarlas deben ser rígidas, densas, pesantes, sin flacidez.
El único inconveniente es lo que hoy se denomina postgusto o retrogusto, la prolongada duración de su sabor en la lengua, que obliga a equilibrarlo con un vino igualmente persistente. La alcachofa presenta una cierta resistencia a casar armoniosamente con cualquier vino, requiere que este sea valorado igual que ella.
Solo una cosa supera el placer de comer unas buenas alcachofas: contemplar la elegancia de la planta, orgullosamente erecta en los despoblados huertos de invierno, con las hojas compuestas en forma de ramo como si fuesen el acanto de los capiteles corintios, irisadas de un tono gris episcopal que centellea a la merced de la brisa y la claridad del día.
La alcachofa es un cardo pasado por el arte gótico, una hortaliza cincelada como una ogiva. Observar a la vera de un huerto una planta de alcachofa eufórica, en estado de rendimiento, un mediodía turgente de invierno, es como visitar un monumento comestible, un pequeño prodigio de gratitud natural.
Josep Pla tenia tendencia a fascinarse ante la geometría rediticia de los huertos y a escribir su elegía pontifical, que a veces le salía igual de redonda que la belleza de la alcachofa: “El arte del buen payés está colocado sobre algo muy parecido a la idea que a última hora tuvo Valéry de la vida. Es un arte de precariedad, un trabajo incierto, un esfuerzo para asir lo inasible, el aire, el humo, la ilusión del espíritu. En este arte todo se aguanta por un hilo, todo es condicional, todo está dominado por una incógnita que solo el tiempo puede aclarar. Para dominar año tras año estos tiempos, se precisa una paciencia granítica, una resignada, conformada mediocridad excelsa”.
O bien esta otra, procedente asimismo de las páginas del libro Els pagesos: “En invierno, cosechadas las patatas de otoño, estos pequeños huertos agarran un aire abandonado y solitario. Por la tarde, cuando el sol declina, esa claridad parece afinarse y alcanza una sensibilidad física. Las horas de la tarde se filtran por la claridad de los huertos con una suavidad lenta y líquida. Las formas de las cosas ofrecen a la vista y al tacto una tibia pulpa viva. A veces asomo la cabeza por encima de las paredes de esos pequeños huertos”.
Yo, de forma infinitamente más limitada que él, también lo hago.
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