21 feb 2016

Todo lo que gravitaba ayer sábado alrededor de la plaza Mayor de Lladó

Ayer desayuné de tenedor con total satisfacción en el restaurante Carles Antoner de la plaza Mayor de Lladó. A la salida del municipio, Josep M. Dacosta quiso hacerme esta foto probatoria con el Puig dels Tretzevents en primer término y el Canigó como esplendoroso telón de fondo patriarcal --o matriarcal, no sé-- del desayuno, de la caminata posterior y del país en general. La plaza Mayor del pequeño pueblo de Lladó, a catorce kilómetros de Figueres en dirección a Olot, es el epicentro de una serie de cosas. Despliega ocho monumentales plataneros centenarios y orgullosos (hasta hace veinte años eren nueve). Procuran una de las sombras más distinguidas de la comarca en verano y uno de los abrazos más acogedores para nuestras
caminatas sabatinas a la resolana cálida del invierno.
Ahora está en obras y la usan de parking de coches al aire libre. También lo está una de las fachadas más históricas de la plaza, la del restaurante Can Kiku, situado en la planta baja del edificio del antiguo sindicato, construido en estilo neoclásico a principios del siglo XX y que a partir de ahora se convertirá en centro municipal. Fundado en 1930, el restaurante cerró en 2011, al jubilarse Francesc Marcé y su mujer Dolors Sala.
En realidad sus legendarias judías con “salpiquet”, la ensalada fría de callos, la oca con peras, los pies de cordero con guisantes, el arroz de bogavante y el pescado del día traído de Roses ya eran herencia de una leyenda anterior más poderosa aun, la Fonda de Cal Gran, regentada en la misma plaza Mayor de Lladó por Felicià –todos le llamaban Flacià-- Vilar, relevado en el actual restaurante La Plaça por su hijo Joan. Josep Pla sostenía con conocimiento de causa que en Cal Gran de Lladó se comían “los tordos más afrodisíacos de la tierra”. 
Lo escribió en el magnífico retrato literario dedicado al pintor de la localidad Marià Llavanera, en el libro de 1981 Homenots, Tercera sèrie, contribuyendo a la posteridad de Llavanera tanto o más que el rastro de su pintura. Las cuatro últimas páginas de la narración alrededor de la boda in articulo mortis, la agonía, la muerte y el sepelio del pintor son una pieza de las más finas de toda la obra planiana. 
Marià Llavanera residía a la casa familiar de la plaza de la Colegiata, siamesa de la plaza Mayor, también convertida actualmente en parking de coches. Nació y murió en la caserío abalconado sito justo enfrente del pórtico del priorato o canónica de Santa María, destacado ejemplo de escultura románica del siglo XII, con seis arquitrabes hoy carcomidos que coronan el tímpano pintado –despintado-- y sostienen cuatro columnas laterales con capiteles corintios. 
La destreza del pintor Llavanera no pudo ser ajena de ningún modo al influjo del pórtico románico que contempló toda la vida desde casa, como ya insinuaba Josep Pla con plena lógica: “En sus piedras casi milenarias, de unos dorados densos y pesados, está toda su pintura”. El legado de Llavanera se ha desdibujado demasiado en el escenario cultural de hoy, a pesar de la retrospectiva que le dedicó el Museu del Empordà en 2014 y la restauración de su pintura inacabada de gran formato “Las bodas de Caná”, ahora instalada en el Ayuntamiento de Lladó. 
Este pequeño municipio de 700 habitantes se vincula asimismo vivamente al botánico de Olot Estanislau Vayreda Vila (hermano de los pintores Joaquim y Marià Vayreda). Arraigó aquí por su boda con la hacendada heredera de la localidad Josepa Olivas de Noguer, de la mansión rural del Noguer de Segueró, dando pie a la rama ampurdanesa de la estirpe olotense. El historiador de Lladó Joaquim Vayreda Olivas fue el padre de la siguiente generación del alcalde Pere Vayreda Trullol, los pintores Lluís y Francesc y las escritoras Maria dels Àngels y Montserrat Vayreda Trullol. 
Pese a todos sus hijos ilustres y al pórtico románico de la canónica de Lladó, hoy los monumentales ocho plataneros de la plaza Mayor y los doce ailantos no menos monumentales de la gemela plaza de la Colegiata actúan sobre todo como atrio de dos concurridos restaurantes de la localidad. Son, desde hace tiempo, el motivo de atracción sin el que se hablaría mucho menos de Lladó.



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