En la carretera de curvas que baja de Begur hasta la playa de Aiguablava los coches suelen circular raudos, empeñados en llegar cuanto antes a su destino, sin un minuto que perder, pegados al trasero de quien les precede si este se atreve a reducir la velocidad para saborear el paisaje, que aquí es tan detallista como una ceremonia japonesa del té. Yo soy de los que, llegado a este punto de Aiguablava, aminoro la marcha. A veces incluso detengo el coche, me apeo y estiro las piernas entre rincones que resultan invisibles a los apresurados. Me gusta embobarme entre los algarrobos que sobreviven junto a la carretera, antes de que el terreno se convierta en otra urbanización. Paseo entre los algarrobos supervivientes de Aiguablava, delgaduchos
y abandonados, como si lo hiciese en un campo de ruinas ilustres. Los rodeo y contemplo con la misma admiración como lo haría en Empúries, Agrigento o Delfos.
Observo sus matices según la temperatura estacional de los colores y la claridad del día. Compruebo que despojado no significa reseco, hay desnudeces muy carnosas. Sobrio no equivale a desaborío, puede significar el arte de decirlo casi todo con casi nada. La armonía siempre convive con la discordancia, se define por contraste con su opuesto.
La mayoría de automovilistas de Aiguablava no deben ni saber distinguir un algarrobo, menos aun atribuirle una utilidad. Sin embargo antes del turismo todo este valle estaba tapizado de viñas, olivos, almendros y algarrobos, los cultivos del secano de subsistencia.
La semilla triturada de estas vainas, el garrovín o garrofín, aun se utiliza en Mallorca com espesante natural de sus célebres helados, de algunas salsas y como sustituto del cacao en repostería. También se usa como ingrediente de piensos animales.
A veces me agacho y agarro una vaina recalentada por el sol, madura, casi negruzca, color de vino denso o de berenjena. La parto y la huelo.
No se pueden entender muchas desviaciones de esta tierra sin saber oler una vaina de algarrobo, interpretar de forma instintiva la acritud milenaria de su dulzura, su inercia arraigada siempre a medio camino entre las piedras y el mar, su esencia tan dilatada y hoy aparentemente inútil, su rastro físico y moral de lo que fuimos.
En Begur, municipio al que pertenece Aiguablava, se pasó mucha hambre. Sobre todo tras el incendio de 1919 que significó la muerte de la fábrica corchera Forgas, la emigración de la mitad del censo municipal y la reorientación de quienes se quedaron hacia actividades complementarias como la pesca y los pequeños cultivos, antes de la irrupción del turismo. Las algarrobas servían para alimentar a los animales de tiro y, en momentos de penuria, también a los humanos.
Ahora los algarrobos sobreviven incrédulos. Sirven para que unos últimos paseantes como yo, conscientes del significado del tiempo que simbolizan, los miremos con una piedad impregnada de comprensión, felices por el mero hecho de verlos vivos.
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