En 1936 Antoni Mach Caritg y su mujer María Nogué empezaron a ofrecer comidas a los cazadores, contrabandistas y transeúntes del recóndito camino fronterizo entre Tapis (barrio disgregado de Maçanet de Cabrenys, Alt Empordà) i Costoja (Vallespir) del lado francés. Cocinaban un abundante arroz caldoso a la cazuela, que solía incorporar conejo, jabalí y setas. El hijo Francesc Mach Nogué y su mujer Rosa Valls continuaron el negocio, en el hostal Can Mach de Tapis. En 1989 hicieron una importante ampliación del restaurante, con comedor de 180 plazas y luego un supermercado en los bajos para la clientela francesa atraída por la diferencia de precios. El nieto Antoni Mach Valls y su mujer Cati Batlle Pujol regentan hoy el establecimiento, al que han añadido un pequeño hotel. Las dependencias superpuestas de Can Mach son ya casi más extensas que el minúsculo núcleo fronterizo de 30 habitantes de Tapis. El biznieto está a punto de
tomar el relevo. Aquel legendario arroz de montaña de los inicios sigue plenamente vigente, servido sobre manteles de cuadros rojos y blancos, como prenda de eternidad que cabalga por encima todas las épocas, todas las miserias y todas las ampliaciones.
tomar el relevo. Aquel legendario arroz de montaña de los inicios sigue plenamente vigente, servido sobre manteles de cuadros rojos y blancos, como prenda de eternidad que cabalga por encima todas las épocas, todas las miserias y todas las ampliaciones.
Ayer fuimos a rendirle honores con el amigo Joan Anguera. Primero nos dimos el gusto de atravesar la frontera franco-española invisible del puente de Riumajor, gracias a la flamante carretera abierta en 1995. La iglesia de Costoja, de principios del siglo XII, presenta uno de los portales románicos más bonitos del país.
La pequeña localidad de un centenar de habitantes ha tenido el acierto poético de rebautizar las calles con imaginativos nombres bilingües catalán-francés: Vía Crucis de los Sueños Inconfesables (Chemin de Croix des Songes Inavouables), Escapatoria de los Tenaces Susurradores (Echappatoire des Tenaces Chuchoteurs), Callejón de les Palabras Calladas (Cul-de-Sac des Paroles Tues), Maquinaciones de Chavales y Mozas en Jugueteo (Manège des Gaillards et Filles en Badinage)...
Después del paseo por Costoja y de beber un petit banyuls en el bar Au Pied du Roc, a la hora de comer acudimos a la mesa de Can Mach como quien retorna a la fuente de todo.
Aristóteles escribió en el tratado a Ética a Nicómaco: “Algunos definen las virtudes como estados de impasibilidad y reposo, pero se trata de un error debido a que se expresan en términos absolutos”. Frente a los estoicos, él era partidario de una felicidad de justo punto medio, compatible con la mediocridad pero también con lo sublime de algunos momentos humanos.
En el mismo libro propugnaba que no debemos creer a quienes “nos exhortan a alimentarnos solo con ambiciones de hombres mortales, con ambiciones mortales”. Y añadía que tenemos la obligación de inmortalizarnos “en toda la medida de lo posible”.
El arroz a la cazuela de Can Mach es exactamente eso, la inmortalidad dentro de la medida de lo posible, la continuidad puesta en el plato, la comprobación de que la alegría del momento puede durar a lo largo de generaciones sucesivas, la ilusión de imaginar el orden eterno de las cosas y saborear cada vez, alrededor de los manteles de cuadros rojos y blancos, un instante reiterado de eternidad.
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