Con la máxima puntualidad del mundo, cada inicio de primavera el diario londinense The Times anuncia la noticia de la primera noche comprobada del canto del ruiseñor. Cada otoño el diario perpiñanés L’Indépendant hace lo propio con la primera nieve en la cumbre del Canigó, con la fotografía correspondiente. La publicó en la edición de este pasado domingo. Añadió que el primer espolvoreo no cuajará, pero el blancor ha sido perfectamente visible y cumple la función ritual de convertirse en noticia. Por estas fechas siempre estoy pendiente de la noticia de L’Indépendant y procuro
verificarla con mis propios ojos. El Canigó constituye un espectáculo totémico, una visión del espíritu. Con la primera capucha de nieve más aun. Claro está que la tímida nieve inicial en la cumbre no es lo mismo que la totalidad del macizo convertido en pleno invierno en un “enorme requesón”, aunque lo anuncia.
verificarla con mis propios ojos. El Canigó constituye un espectáculo totémico, una visión del espíritu. Con la primera capucha de nieve más aun. Claro está que la tímida nieve inicial en la cumbre no es lo mismo que la totalidad del macizo convertido en pleno invierno en un “enorme requesón”, aunque lo anuncia.
En rigor científico el pico del Canigó posee unos atributos de altitud moderados, no alcanza la condición de un “tres mil”, ni siquiera alcanza los 2.900 metros del Carlit, el Puigmal, el Comapedrosa, el Puigpedrós... Ahora bien, ¿quién le discutiría la preeminencia?
Su grandeza no se basa en las cifras, sino en la percepción de un macizo erguido solitario entre los dos grandes llanos del Empordà y el Rosellón, a proximidad del Mediterráneo y de las rutas de comunicación que lo flanquean desde la época de la Vía Heráclea y la Vía Augusta. Uno de los observatorios de esta atracción sigue siendo hoy la autopista que discurre sobre aquel mismo trazado histórico.
La comparecencia del macizo alegra la visión del paisaje ya a la altura de Maçanet de la Selva, al azar del trazado de la autopista y la meteorología del día. El destello de la nieve bajo el sol da al macizo un fulgor diamantino, una vitalidad anímica sin tara. Magnifica el horizonte, lo incentiva, lo aproxima, lo evidencia. Actúa como un reactivo contra los sentimientos neblinosos y las perspectivas cortas.
Su aparición en el escenario visual requiere que sople tramontana. La luz jubilar de tramontana es quien hace comparecer al Canigó en el horizonte. Son días de colores secos, tónicos, lustrados. La claridad excitada del aire invita a palpar la turgencia de las formas, al menos entre quienes tenemos propensión a mirar el mundo con el temblor inocente de la ternura.
Esos días no generan per sí solos el sentimiento de felicidad, pero de algún modo lo intuyen, lo huelen. Fomentan la salivación pavloviana de poseer las cosas, la ilusión de mirar el cielo limpio, embobarse con el vuelo vigoroso de los vencejos y creer detectar en sus aleteos un pequeño tesoro. El paisaje siempre ha necesitado una mirada intencionada para ser descifrado y un poco de poesía para valorarlo.
A la mayoría de catalanes les cuesta recordar que el macizo del Canigó se halla íntegramente en territorio francés, aunque eso es un detalle administrativo. Para los catalanes hace mucho tiempo que el Canigó es un punto de referencia sin Estado.
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