El absolutismo ha tentado a los monarcas de todas las épocas y a los partidos políticos con mayorías absolutas en las urnas. No es ninguna novedad, como tampoco lo es la dificultad con que han topado en los países desarrollados ante la inclinación democrática o igualitaria de la sociedad en evolución. El próximo mes de junio arranca en Gran Bretaña todo un año de conmemoraciones del 800 aniversario de un vuelco mítico, el histórico acuerdo de 1215 en el prado de Runnymede (condado de Surrey, cerca de Londres, en la foto) por el que el monarca inglés Juan I sin Tierra firmaba la pionera Magna Charta Libertarum y repartía los poderes con los nobles insurrectos, en vez de concentrarlos en sus manos como hasta entonces. El rey no solo renunciaba a una parte de las atribuciones. El documento establecía por primera vez que todos, sin excepción, estaban sometidos a la ley, incluidos los reyes. Cincuenta años más tarde el primer Parlamento
inglés sentaba en 1265 las bases de una larguísima tradición parlamentaria, es decir del principio de reparto y control del poder.
inglés sentaba en 1265 las bases de una larguísima tradición parlamentaria, es decir del principio de reparto y control del poder.
El precedente resultó fundamental a raíz de los reiterados intentos absolutistas de los sucesores. Cuatro siglos después el escenográfico poder absoluto en Francia de Luis XIV de Borbón, el Rey Sol, también tentó al rey Carlos I de Inglaterra, de la dinastía Estuardo, pero perdió la guerra contra los barones organizados en el marco del Parlamento. Lo decapitaron en 1649, sustituido por la semi-república de la Commonwealth que encabezaba Cromwell. A la muerte de este diez años más tarde, los Estuardo recuperaron el trono en la persona de Jaime II. El Parlamento los expulsó de nuevo al exilio a raíz de la Revolución de 1688, la Gloriosa, a favor de la dinastía más moderada de los Orange, procedente de la avanzada Holanda protestante y dispuesta a aceptar una monarquía parlamentaria.
La nueva carta magna de la Bill of Rights contó en 1689 con el precedente de la Magna Charta Libertarum de 1215. Ahora, con motivo de la Gloriosa, el renovado sistema constitucional inglés reconoció los derechos fundamentales de los súbditos, en particular de la burguesía mercantil que daría lugar al imperio británico (y a la revolución norteamericana para sacárselo de encima). Karl Marx opinó que aquella revolución inglesa de 1688 “señaló la primera victoria decisiva de la burguesía sobre la aristocracia feudal”.
En España, en cambio, la llamada asimismo Gloriosa o Revolución de Setiembre tuvo que esperar dos siglos más, hasta 1868. También mandó al exilio a la reina absolutista Isabel II de Borbón. Dio lugar a una monarquía parlamentaria, limitada al los dos cortos años del rey de importación Amadeo de Savoya, el denominado “interludio savoyano”. A continuación la I República española duró lo mismo, de 1873 a 1874. La reforma del Estado no cuajó en España. Tras el intento, el país retornó al absolutismo.
España no conoció la guillotina en la Puerta del Sol, el triunfo de las ideas antiabsolutistas, la modernización estatal, el liberalismo de les revoluciones de Inglaterra y Francia. No subió al tren europeo de la participación en el gobierno de nuevos sectores sociales emergentes.
En vez de cortarle la cabeza al siniestro, obcecado, cobarde y embustero Fernando VII, el pueblo lo aclamó a su regreso como el Deseado, incluido el pueblo de Cataluña. Cuando los liberales españoles reclamaron una monarquía constitucional o una república, la legión extranjera francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis y la Santa Alianza jugaron a favor del Borbón por interés en una España débil, anquilosada, subordinada, tradicional y bien castiza, marginada del reparto geoestratégico del Congreso de Viena.
La pérdida de las últimas colonias del viejo imperio hispánico (Cuba y Filipinas) en 1898 vino a poner repentinamente de relieve que España se había convertido en un país marginal, en evidente retraso económico y educativo frente a los demás países europeos vecinos. Los lamentos dominaron por encima de las medidas regeneracionistas, que no se adoptaron.
La enésima Restauración borbónica española --el 1875 en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II-- no significó el mismo golpe de timón en los mecanismos de gobierno que la instauración en el mismo momento de la III República a Francia, heredera de la I (la Revolución de 1789) y de forma más indirecta, aunque nítida, de aquel primer paso pionero pactado en el prado de Runnymede del que ahora se cumplen 800 años.
Las conmemoraciones inglesas del aniversario adoptan un sentido perfectamente comprensible. Otro tema distinto es que el parlamentarismo mantenga impávida en todas partes su pesada parafernalia a pesar de haberse visto esterilizado por los poderes fácticos de los nuevos monarcas absolutos de la economía global, sin perder las aparentes maneras democráticas y sin guillotina a la vista, mientras la mayoría social vive el austericidio de la peor caída de nivel de vida de los últimos tiempos. Hay derechos que deben ganarse o renovarse a cada generación.
Las conmemoraciones inglesas del aniversario adoptan un sentido perfectamente comprensible. Otro tema distinto es que el parlamentarismo mantenga impávida en todas partes su pesada parafernalia a pesar de haberse visto esterilizado por los poderes fácticos de los nuevos monarcas absolutos de la economía global, sin perder las aparentes maneras democráticas y sin guillotina a la vista, mientras la mayoría social vive el austericidio de la peor caída de nivel de vida de los últimos tiempos. Hay derechos que deben ganarse o renovarse a cada generación.
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