27 jun 2017

En el faro de Sant Sebastià caben aun más cosas, como en la eternidad

El Ayuntamiento de Palafrugell acaba de destinar un presupuesto de 93.000€ al nuevo Espacio Sant Sebastià, un pequeño centro de descubrimiento del patrimonio y el paisaje de esta montaña litoral tan estimada, con el faro, la ermita y la hospedería en la cima panorámica. El consistorio ha hecho santamente. Sant Sebastià de la Guarda es el meollo de la comarca por múltiples razones superpuestas. Hoy se encuentra dominado por el turismo, sin embargo el lugar suma un poblado ibero del siglo VII aC excavado y expuesto al público, una ermita con torre vigía del siglo XV, una hospedería del siglo XVIII convertida en hotel de lujo
de 9 habitaciones y el faro más importante de Catalunya por el conjunto de sus instalaciones, inaugurado en 1857 y ahora en funcionamiento robotizado, sin farero ni farera (uno de los últimos responsables presenciales fue la joven farera Elvira Pujol Font).
La Autoridad Portuaria de Barcelona, que administra los faros de la demarcación, cedió la mayor parte de las instalaciones al Ayuntamiento de Palafrugell. Este las arrendó en 1994 al grupo hotelero Mas de Torrent durante 35 años por un alquiler de 1,2 millones de pesetas anuales, más el coste de las obras de adaptación en hotel-restaurante a cargo del concesionario, quien se comprometió a mantener abiertas al público la ermita y las terrazas circundantes. El negocio debe funcionar, porque en 2015 abrieron el segundo restaurante Far Nomo, de cocina japonesa, en otra parte de las dependencias del faro. 
El Espacio Sant Sebastià recién estrenado ocupa el antiguo garaje y el depósito de agua del faro, con recursos museográficos y audiovisuales, así como una de las antiguas casas anexas de los fareros a guisa de espacio multifuncional para exposiciones, conferencias, etc. 
De todas las cosas que suma la montaña de Sant Sebastià, la más importante, con mucha diferencia, es un fragmento literario. Fue escrito en un momento de estado de gracia y se sitúa a la altura de la belleza natural de lugar. Releerlo es como volver a sacarse el sombrero, en señal de admiración, ante lo que ofrece esta imponente miranda. 
Josep Pla dijo en la narración “El genius loci en mi situación personal y mi obra literaria” –el título ya es todo un programa--, incorporada al volumen 7 de la Obra Completa, El meu país: “Me veo a dieciséis o diecisiete años, en la época en que hubo tanta gripe y la Universidad tuvo que cerrar. Pasé todo el otoño y parte del invierno en Palafrugell. Después de comer salía de paseo. Solía subir a Sant Sebastià. Fue en el curso de esos paseos cuando me salió de dentro la miserable vocación que tengo de escritor. Era muy joven, y todas las propias formas mentales eran de adolescente. Tenía una tendencia a soñar, a maravillarme, a embelesarme. El vuelo de un pájaro me hacía detener el paso. La contemplación de unos cultivos con olivos podía abstraerme hasta hacerme sentir el esponjamiento de los pulmones al respirar y el martilleo fantástico y angustioso del corazón. Otras veces me sentaba, solitario, frente al mar y entrecerraba los ojos pensando en su eternidad. Era una cara a medio formar, con el bello púber, que andaba errante. 
No veía ninfas detrás de los arboles. Ninfa nunca he visto ninguna. Era que descubría el mundo exterior.  Por aquel entonces todos llevábamos al lado, sin necesidad de ser demasiado sensibles, la presencia de la muerte. La enfermedad causaba estragos, se morían los amigos más caros, las casas rebosaban de enfermos. 
Tal vez todos estábamos algo enfebrecidos. Fue probablemente la lucidez que provoca a ratos el miedo a morir lo que me hizo ver la maravilla que tenía frente a mi. Hacía un tiempo claro, la luz era ideal. Encontraba en la tierra puntos de reposo, recodos de calma, curvas de abundancia que me producían una inefable y plena sensación de salud y seguridad. La carretera de Sant Sebastià se convirtió en un pretexto de magníficos descubrimientos cotidianos. 
Un día, sin saber cómo, me encontré con un lápiz y un cuaderno en la mano. Empecé a poner adjetivos a cada pinar, cada campo, cada trozo de mar. Traté de escribir los sentimientos que producía la visión de la tierra diversa y el azul mar abierto. Cada vez que empezaba esos ejercicios, me dominaba una efusión ideal. 
Nunca me enamoraré tanto de ninguna diosa ni ninguna melodía como me enamoré de aquellas cosas. Deslumbrado, llegué a suponer que serían de posesión fácil. ¡Pobre de mi! A veces, a medio escribir la primera raya, ya rompía el papel. Lo volvía a probar… Y otra vez más. La desazón del intento, una sucesión de estados de gozo aparente y desesperanza real, me ocupaba las tardes. Era que ya estaba tocado por el empeño pueril y ridículo de este oficio amargo. 
No sé si podré ver nunca más este paisaje con la pureza de aquellos años pasados. Cuando se ha escrito durante años, día tras día, el pliegue profesional es demasiado fuerte. Se tiene que hacer un esfuerzo terrible para no ver el mundo en forma de artículos. Sin embargo, aun siento la viveza de este paisaje. Contemplándolo, veo que el orden colocado por el paso de generaciones incontables me proporciona una idea de elegancia holgada y natural. 
Contemplo Boet, ahora en otoño. Es el trozo de tierra que me gusta más de todo lo que haya nunca visto. Es un paraje de cultivos, viñas, olivos. No tendría nada del otro mundo si, por encima, no pasaran las curvas más dulces, delicadas, vivas, sensibles que se puedan soñar. La gente vendimia, las viñas se van secando y dorando. 
Las primeras lluvias han pulido el verde de la alfalfa y la esparceta. Los campos labrados tienen colores primitivos y brutales. Los pájaros vuelan en bandadas sobre las higueras exhaustas. El tono general es de arcilla, pero pongan sobre los rescoldos y las brasas de las cepas los mil colores verde manzana de los campos, las claridades antiguas y suaves del olivo. Es una tapiz terrenal, claro y sereno, enmarcado por pinos, de un rústico policromado, ideal. En cada parcela hay una casita encalada, un pozo, un lavadero para el sulfato. Tal vez haya un centenar… Por encima navega, en esta hora fina y encantada de la tarde –joya detenida–, una nube blanca que deja una sombra rosada y errante. 
En un punto de la carretera llamado las Pasteres, las cosas se complican. La visión deviene panorámica, quiero decir que los sentidos se deshilachan frente a eso. Se ve mucha tierra y el mar. Es un punto para divagar inevitablemente. Surgn, enfrente, los llanos de Palafrugell, la villa que humea. Más allá de la villa hay mucha geografía, pero no se ve. Lo que provoca que en días claros el campanario se recorte sobre el Canigó enorme, lejano y nevado. 
A poniente se ven las Gavarres y a mediodía, el mar hasta el cabo de Tossa, dentro del horizonte vago y dilatado. Después de las Pasteres la carretera describe un lazo –cinta blanca entre pinos– y se llega a Sant Sebastià, que es el punto más glorioso de Catalunya, el ángulo más recto que en este país forman la tierra y el mar. 
Es una ermita que, sin ser alta, está rodeada de infinito. Una casa grande, construida por albañiles del siglo XVIII, de formas dulces, con un gran patio interior gracioso y desdibujado. Frente a la puerta, encarada a sol naciente, a la derecha, hay una cruz de término; a la izquierda, un camino de cipreses recortados. Se entra subiendo tres peldaños, con todo el panorama a la espalda. El arco de la entrada les hará sentir, como los grandes arcos clásicos, una bocanada de inmensidad. 
Atraviesen el patio y salgan a la azotea sobre el mar, tiene una vista de las más románticas que existen. Es una vista que si han venido hasta aquí para comer les hará dar gritos de gozo, les exaltará hasta el paroxismo culinario y sensual. Si vienen solo a mirar, la melodía de este mundo les agarra, los sentidos se aflojan, les salen unos ojos de pez y el corazón se les va. Las mujeres tuercen dulcemente el cuello, se les alarga la nariz y ponen la mejilla de satén sobre el pecho del amado. ¿Quién podría resistir seriamente la contemplación del mar en Sant Sebastià? Es un paraje de unas medidas distintas a las de los hombres, inhumano. 
Ahora es difícil estar solo en Sant Sebastià. Es un lago de turismo, siempre hay alguien arrastrado la médula voraz. Diez años atrás no había nadie, salvo los ermitaños que prendían la lumbre en la chimenea. Se podía entrar, deambular por la casa sola como si fuese un castillo encantado. El viento gemía en las ventanas, las puertas, los tejados, tañía el bronce de las campanas, que emitían un ruido lejano. Se podía salir a la azotea y ver un barco tangueando ridículamente en medio de la inmensidad. Irresistible, abandonaba la azotea, abrumado. 
Solía sentarme entonces en los peldaños de la puerta o entrar en la iglesia solitaria. Abría un ventanuco que daba a la terrenal inmensidad. Pasaba las horas frente a la puesta de sol más larga. Los exvotos de la iglesia tenían un relieve rígido y tensado.
Un día la vista me llevó a dibujar sobre la tierra que tenía frente a mi cuatro puntos cardinales. En cada punto había un pueblo del llano. De cada pueblo veía el cementerio –que era para mi un cementerio familiar… Aquel día me sentí, ante esa cruz de término de la muerte, ligado a esta tierra con lazos inmortales. De todos los días de mi vida, aquel fue tal vez para mi el de mayor provecho. Aquel día vi que Sant Sebastià era para mi la eternidad”.

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