Jaume Queralt, María Queralt, Pere Figueres y Cristina Giner me llevaron ayer a Leucate a comer ostras y no saben cómo se lo agradezco. Apenas franqueado el límite de Salses y abandonada la última comarca catalana de la Salanca, entre las áridas Corberas narbonesas y el Mediterráneo abierto, las marismas de aguas bajas y lívidas de la laguna de Leucate o de Salses hacen frontera entre el Rosellón y el Languedoc. “Leucate es la avanzadilla de la gabachería”, escribía Josep Pla, allí donde Josep Sebastià Pons hablaba de “los tristes matojos de la gabachería”. El lienzo de la laguna, separada del mar por el cordón de dunas, tiene 14 km de largo y 7 km de anchura. En esta franja se han hecho milagros. No son tierras tristes, aunque
las convirtieron en inhóspitas, calvas, polvorientas y esenciales, de un calcáreo que apenas permitía cosechar un vino grueso y unas marismas ventosas que servían para pescar anguilas. En invierno el viento las congelaba, en verano los mosquitos las martirizaban. Sin embargo, “ni por sus dimensiones ni por su significado, las Corberas no eran, pongamos, los Monegros”, avisa August Rafanell en su ilibro La il.lusió occitana. Hasta que el gobierno Pompidou, celoso de ver la caravana de coches de turistas que desfilaban hacia España sin detenerse, lanzó en 1962 un faraónico plan de urbanización del litoral del Languedoc-Rosellón, capaz de atraer inversiones a los 180 km de playas desiertas, crear empleo y fomentar la economía de una región marcada por la escasa industrialización y el monocultivo de la viña.
las convirtieron en inhóspitas, calvas, polvorientas y esenciales, de un calcáreo que apenas permitía cosechar un vino grueso y unas marismas ventosas que servían para pescar anguilas. En invierno el viento las congelaba, en verano los mosquitos las martirizaban. Sin embargo, “ni por sus dimensiones ni por su significado, las Corberas no eran, pongamos, los Monegros”, avisa August Rafanell en su ilibro La il.lusió occitana. Hasta que el gobierno Pompidou, celoso de ver la caravana de coches de turistas que desfilaban hacia España sin detenerse, lanzó en 1962 un faraónico plan de urbanización del litoral del Languedoc-Rosellón, capaz de atraer inversiones a los 180 km de playas desiertas, crear empleo y fomentar la economía de una región marcada por la escasa industrialización y el monocultivo de la viña.
La magnitud geográfica y financiera de aquella operación no tenía precedentes. Las obras se prolongaron veinte años para levantar una nueva Florida. Dieron pie a 500.000 camas a lo largo de múltiples ciudades de vacaciones a orillas del mar: Port Camargue, Gruissan, La Grande Motte, Cap d’Agde, Leucate, Le Barcarés. También dio pie a desmesuras especulativas, estudiadas por Denis Serre en el libro 50 ans de combats pour l’environnement en Pays Catalan.
El pueblito de Leucate (el nombre deriva del griego Leukos, blanco) cuenta hoy 4.000 habitantes y 40.000 veraneantes. La franja de carretera que forma pared con el mar une al puerto de vacaciones con el municipio. El cordón litoral de la laguna genera las amplias playas frecuentadas por surfistas y naturistas. La cinta de arena tiene bocanas o canales de comunicación con el mar: la natural de Leucate o de los Ostricultores, la artificial de Port Leucate abierta en 1968 y la de San Ángel en el extremo sur.
Son el escenario, aunque transformadísimo, de la navegación que relata la narración “Contraban”, de Josep Pla, ambientada en los años 1940. Dudo mucho que ningún otro autor haya escrito literatura de estas marismas como él, por ejemplo las tres páginas seguidas sobre el instante de sentir a bordo de la embarcación cómo entra el latigazo del viento mistral: “Era la prehistoria pura, la naturaleza en crudo, el azar absoluto, la transmutación de la tierra y el mar. No había nada que hacer ni que decir: tan solo un ansia de recordar cosas estáticas y confortables”...
Desde 1963 en Leucate se cultivan ostras (600 toneladas anuales). Se comen todo el año frente por frente de las plataformas en que se crían, acompañadas con el vino de Fitou de las viñas inmediatas, batidas por el viento, lamidas por la marinada y nutridas por el secano arbustivo y perfumado de las Corberas. Según los entendidos, la mejor época de las ostras es entre noviembre y enero, comidas al cálido reparo del sol invernal. Yo las he comido el último día de mayo, acariciado por el cielo primaveral de la amistad, gracias a Jaime, María, Pere y Cristina.
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